Dicen los espiritistas que lo animales recogen las malas vibras de un hogar y por eso es siempre bueno tener una mascota en casa. Si es así, yo tengo que agradecerle a cuanto perro, gato, pollo o hámster a pasado por mi departamento, porque a juzgar por sus comportamientos inusitados y estrambóticos, me han ahorrado la dosis de locura que me tocaba heredarle a la familia por rama materna.
Selena fue la primera y la más capaz de todos. Nos la regalaron unas amistades de la iglesia de La Merced para que Sarita dejara de orinarse en la cama (no me pregunten cómo funciona la “mecánica” perro vs pipi, es una cosa muy psicológica y profunda que aún no descifro).
Al principio parecía una rata de laboratorio, aunque luego desarrolló una esbeltez inusitada para la satería de su rango, que la hacía lucir medio dálmata (¿sálmata?) por su blanco áureo salpicado en pintas negras. Tenía dos manchas enormes en el lomo que hacían un ocho, mi número preferido, así que terminó cayéndome bien.
Recuerdo a papi en su arenga de “entrando un perro por esa puerta y saliendo yo con mis libros es la misma cosa”; también lo recuerdo después, cuando la muy perra debutó con epilepsia al año de estar en casa y de ya quererla, como se levantaba en las mañanas con sus mañas de médico, a administrarle a la satuna paciente su dosis de combulsim y fenobarbital incrustado en un trocito de jamonada (que era como único accedía a tragárselo).
Ah! Selena, Selena fue todo un show familiar. Su primer “ataque”, confundido con rabia, nos mantuvo todo un día encerradas en el último cuarto de la casa, pidiendo socorro por la ventana a quien pasara para que llamara a mi padre, que estaba de guardia.
Se robaba la comida de encima de la mesa con remenda impunidad, sobre todo si eran chuletas (sus preferidas); se comía cabellos nuestros que encontraba en el piso y luego, cuando hacía caca, le quedaban los mojoncitos guindando de aquellos pelos engullidos y mami tenía que- literalmente- ayudarla a limpiarse. Una noche me mordió, en la boca, y allí tengo aún la pequeña cicatriz que me la recuerda, justo encima del labio. Y viajó a la playa par de veces, como parte de la familia, lo cual incluyó el sacrilegio de vomitarle el carro a mi padre.
Pero nada de eso fue suficiente para que renunciáramos a ella al partir. En nuestro viaje de reunificación familiar nunca se discutió la inclusión de la “Salchiperri” y quizás esa fue su última trastada, la de retener un vuelo Cuba-Dominicana durante dos horas porque al piloto no le diera la gana de montar animales en “su” nave y a unos locos ahí no les diera la gana de acabar de irse al carajo sin su perra SATA!.
Selena murió allá, en la bella Quisquella, luego de una crisis epiléptica insuperable y de muchos salamis engullidos. La enterramos en el patio de la casa rentada de San Francisco de Macorís que nos sirvió de hogar por última vez.
Muchos años después, de nuevo en Cuba, de nuevo Sarita mediante, llegó Papito. Habíamos dicho “no más perros en el apartamento”, así que la inteligentona de mi hermana se trajo un hámster, vaya, para variar.
Papito era una pequeña bola de pelos engañosa bajo la cual se escondían par de sables samurais que mi hermana aseguraba eran dientes. No llegó a jugar jaula, en las pocas semana que habitó la casa desfondó todas las cajas de zapatos en que lo metimos, no sé si por hambre (porque se comía el cartón!!!!) o por ansias de libertad.
También le gustaba la calabaza hervida y correr, qué manía!, tuvimos que buscarle una solución bajo-costo a las rueditas esas yumas que les ponen en las películas, para que fuera feliz o al menos no le diera un infarto. Optamos por un pomo plástico blanco, de boca ancha, al cual le abrimos huequitos para que respirara y luego de meter al Papito dentro, lo posicionábamos de lado en el suelo y … había que ver aquello, parecía un pomo movido por control remoto, porque no se distinguía él adentro.
Entre sus tantas rarezas figuran la extraña e hilarante forma de ¿peinarse?. Se pasaba las paticas delanteras por la boca y acto seguido se las estregaba por la cabeza, de alante hacia atrás, con el mismo gesto eufórico que hace un adolescente para enrginfarse los pinchos. Sorprendía además su manía de guardar comida en solo uno de sus buches, como si le hubiera salido un flemón; pero lo más “cute” de todo era verlo despertarse en las mañanas y bostezar y estirarse como un bebé. El que lo veía en ese momento, me lo compraba.
Finalmente tuvimos que prescindir de sus servicios, porque Judith era muy chiquita y nos dio miedo que un día le diera por comérselo o viceversa. Sary se lo llevó con ella para la beca y a los días se le perdió. Queremos pensar que aún vive y no que se lo comió un gato.
Hablando de gatos, a Papito le sucedió Mío, que como podrán percatarse en lo sucesivo, forma parte de la fauna de la segunda temporada de Animal Planet en mi familia, protagonizada ya no por Sarita (que había crecido y ganado en jucio), sino por mi hermana menor, Judith, ahora con una desarrollada capacidad de meter pie a la autoridad hogareña.
Mío fue comprado por Judith a tío Jesús en el pactado monto de cinco dólares, que por supuesto nunca pagamos porque no se debe dejar a la gente que se aproveche así de la inocencia infantil, aunque sea familia de uno.
Era lindo, el muy cabrón, blanco como coco de exportación y con los ojos azules como las botellitas de agua Ciego Montero. Duró poco en casa, por la alergia de la Yuya, y siempre fue escurridizo.
Se escondía en los zapatos, para dormir, y hacía la gracia en los lugares más inaccesibles e impropios, que por el rastro del olor descubríamos tras horas de búsqueda. Luego aparecía todo embarrado de… de eso mismo, lo cual nos forzó par de veces a propinarle un baño; por supuesto, con agua tibia y posterior envolvimiento en pañitos calentados con la plancha, para que no se nos muriera de frío.
Mío terminó siendo Mía (no por cambio de preferencia sexual sino porque no habíamos distinguido bien el órgano reproductor), y es el único que a ciencia cierta sabemos aún vivo, en las rojizas tierras del municipio de Sola, donde lo adoptó una amiga de Sary. Ahora debe ser pelirroja.
El más sui géneris de todas las alimañas adoptadas por mi clan fue, sin duda alguna, Pito. Cuando la Yuya me lo enseñó casi infarto. Simulé lindura ante ella, para no herir sus sentimientos de madre adoptiva y acto seguido me viré para mi madre, extralimitada esta vez en sus condescendencias, y disparé mi alteración: “¿qué coño es eso?, ¿cómo que un pollo?, eso parece un pichón de aura tiñosa, mami eso aquí no se puede quedar, esto es un apartamento, no una granja…”
Pito era negro como la noche de Exilia Saldaña, su pico corvo y su cuerpo semi-desplumado le hacían parecer un mal augurio recorriendo toda la casa. Pero resultó un eficiente cazador de cucarachas y comedor de lo que fuera que le tiraras. Hacía pío, como el más amarillo de los pollitos, así que no dudé más de sus raíces.
Se nos murió de frío una mañana, bajo el tanque metálico del balcón. Allí quedó tieso, con las paticas pa arriba, y hubo que decirle a la Yuya que había volado con su mamá Pita-pita colorita a una granja mejor.
El último de los Mohicanos, hasta hoy, es Pantera. Gato ambién y esta vez hembra desde un inicio, llegó por la misma vía de re-gateo familiar. La gata de mis tíos Jesús y Cacha es el animal al cual más pavor le tengo… mantiene una producción de tres a cuatro hijos por mes, de los cuales mis dadivosos parientes siempre guardan uno para si Yuya lo quiere.
Pantera era barcino-gris y loco como él solo. Le intrigaba hondamente la taza del baño y en sus bordes se paraba, como un equilibrista, a mirar aquella cosa llena de agua que parecía quitarle el sueño.
Se trepaba por todo lo trepable, desde las patas del pantalón hasta la paredes, y cada vez que uno abría la puerta de la casa, ahí te recibía él, sobre el espaldar del sillón de la sala, en pose amenazante de cazador que vigila a la presa.
Aprendió a usar las macetas de las plantas como toilet, cosa que en casa le aplaudimos sonoramente aunque luego perdió crédito cuando a uña pura zafó las pajillas de las sillas del juego de mesa.
Su juego preferido consistía en turnar el sueño de cama en cama, para ponernos a discutir acerca de con quién prefería dormir; y en las mañanas, todo calentito, te daba el de pie al borde de tu cuello, embrollado en el pelo, sonando como un motor de lavadora rusa y abriendo y cerrando las pezuñas intermitentemente.
A Pantera tuvimos que regalarlo, porque a la Yuya le empezaron a salir impétigos por la alergia.
Ahora estamos nuevamente solos los locos humanos de mi casa. Y yo, a qué mentir, extraño ese síndrome inexplicable de enmongolecimiento del dueño que padecí con cada uno de mis bichos queridos.
Nunca disfrute tanto de los animales como lo he hecho ahora leyéndolos en ese tono tan amoroso en que los describes…Muy hermoso!!
hay tata como me rei, k bueno esta
Es fenomenal la redacción de las historias narradas, hace tiempo no leía algo tan refrescante y tan genialmente expuesto. Alegre del vocabulario empleado, a la altura de una ilustre camagüeyana y discípula de la Avellaneda . Espero no perderme de otros relatos como este y ke me tengan en cuenta gracias y continúen……..
Armando, no sabes la alegría que da siempre que aparece un nuevo lector, sobre todo si es desconocido como tú. Esta nube va a levitar por la estratosfera con todos esos halagos tan lindos que le haces. Mira, no te pierdas los otros blogs que sugiero en el costado derecho de mi página de inicio, muchos de ellos son también camagüeyanos y a la altura de todo lo que nuestra región y su historia y tradición ameritan. Gracias, mil gracias por la visita y las palabras, que son un gran aliento para seguir escribiendo. Espero verte de vuelta.
Primi, buenísimo, yo me quedé en Selena y no conocía a los otros. Y me creía que mi santiaguera casa era un zoo!!!! Escribe, que me tienes bota’o!!!! cj
Mi primitooooo, qué alegrón. No sabes cómo me pongo de contentísima cada vez que adivino que me lees, se me sube la fama pa la cabeza jajajajajja. Te cuento que la Yuya es un peligro, cuanto animalito se topa en la calle quiere llevarlo a casa, tiene un corazón que no le cabe en el pecho. Y yo lo que no tengo es fuerzas para decirle no. Situación complicada ¿verdad? Bueno, después me tienes que contar de tu zoo santiaguero, que yo solo conozco a la perrita salchicha que tanto quiere tío. Un besote y te escribo pronto.
me gustó muchísimo este post… felicidades, te quedó animal, vaya!…
(así se ajusta mi comentario al texto leído, no?)…
jajajajajajaja así que animal, eh?, sí, creo que es el calificativo más a tono que me le han dado al post, tienes cinco puntos por ajuste al tema. Muchas gracias, Julio César, es bueno ver a amigos de mis amigos por mi nube. Por transitividad lo somos, no? Un abrazo.
qué bichos más lindos!!!!
graciasssss… quieres uno???? tú elige que yo te lo mando por vía html jajajajajaja
Bueno Tunie, un poco tarde te dejo este comentario pero creo que vale la pena. Lo que te voy a decir lo sabes, pues ya te lo he propuesto varias veces en vivo, pero a lo mejor por aquí alguien más lo lee y te da el empujoncito definitivo. Tú sabes que mi casa si es un verdadero zoo, sobre para los gatos. Ahora mismo la producción ha bajado pero igual tenemos dos perros (Xandrito y Diabla) y cinco gatos (Malvado, Lilo, Keniecito y las Pintillitas 1, 2 y 3). Pero a esa tropa se nos han sumado cuatro mininos, hijos de sus madres, que el igual que tu mamá (la comparación solo cabe en el aspecto genético) parece que solo saben producir hembritas. Así que ya sabes, cuando la Yuya o tú quieran volver a ser mamás solo tienes que avisarme y te dejo un regalito frente a la puerta, con envoltorio y todo.
Raulillo, tú siempre tan gentil… he dicho que no!!!! jajajaja Mijo, yo no puedo coger ni un animalito más, en los apartamentos es locura. Pero bueno, a modo de publicidad para tu ONG familiar pro-mascotas, acepto el comentario y lo publico. Ya saben, nuberos, todo el que quiera gatos o perros, remitirse a Raúl Alejandro del Pino Salfrán.